EL HOLLYWOOD QUE NO CONOCES

lunes, 24 de noviembre de 2014

EL CINE DE AVENTURAS IV


Si hubiera que señalar en una sola frase aquello en lo que todos coincidimos sobre el cine de aventuras, bastaría con repetir lo que dijo Omar Sharif en Lawrence de Arabia (1962): “Para ciertos hombres, nada está escrito si ellos no lo escriben”. Vivir una aventura es, a fin de cuentas, salirse del guión, afrontar un destino que no estaba previsto. Quizá por ello este tipo de películas nunca dejarán de fascinarnos. Al fin y al cabo, lo que se encuentra en ellas de lucidez y coraje las convierte en experiencias muy liberadoras, que nos hacen sentir nostalgia de unos tiempos que fueron terribles y también grandiosos.
Un exceso de rigor nunca es conveniente a la hora de fijar los límites de un género. Y menos aún cuando nos referimos a uno como el cine de aventuras, en cuyos amplios márgenes conviven títulos tan heterogéneos como La búsqueda. El diario secreto (2007), de Jon Turteltaub, Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (2008), de Steven Spielberg, y Las cuatro plumas (2002), de Sekhar Khapur.
Ya adivino el gesto inquieto del aficionado que, ante la cita de esas tres películas, modernas como un bestseller recién puesto a la venta, se cuestiona el sentido histórico del autor de estas líneas.
Lo reconozco: aunque la industria contemporánea sigue cultivándolo con un empeño a veces agónico, el verdadero cine de aventuras –ese que nos agrupa nítidamente en buenos y malos– se hace arte gracias al blanco y negro, y alcanza su apogeo en technicolor.
Nosotros, los que no podemos imitar a Quintín Durward, al general Custer o a Ivanhoe, aún podemos recrear sus vidas gracias a un puñado de profesionales del celuloide que supieron identificarse, desde comienzos del siglo XX, con piratas y buscadores de oro, espadachines y exploradores, espías y pioneros.
Sólo así se comprende aún se nos acelere el corazón tras haber visto, una vez más, cintas prodigiosas como La isla del tesoro (Victor Fleming, 1934),Capitanes intrépidos (Victor Fleming, 1937), El hidalgo de los mares (Raoul Walsh, 1951), Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955), La Pimpinelaescarlata (Harold Young, 1934), Los tres mosqueteros (George Sidney, 1948) o Scaramouche (George Sidney, 1952).
Ambientes y personajes
En todo caso, como el lector que haya llegado a este punto seguramente anda escaso de definiciones –eso vienen a ser los géneros y los subgéneros–, no será mala idea que propongamos algunas.
Hablando de cine y sin salirnos de esa jurisdicción, el género de aventuras tiene unos límites claros. Comprende todo el ciclo de hazañas que deviene del tradicional itinerario mítico: desde las gestas de la antigua caballería hasta la búsqueda de tesoros, pasando por todas aquellas peripecias que popularizó el folletín a lo largo del siglo XIX.
Esa estrecha y longeva vinculación con la novela aventurera queda de manifiesto en el gran número de adaptaciones cinematográficas que han ido popularizado los viejos estereotipos del género: los mismos que ya habían destacado en el ámbito literario.
De ahí que gran número de personajes arquetípicos (los mosqueteros, Tarzán, los piratas, etc.) sean, dentro de nuestro imaginario, fruto de la cooperación entre la novela y el cinematógrafo. Si me permiten el neologismo (así es la jerga académica), lo llamaremos mitogénesis.
En sus líneas fundamentales, el itinerario de la aventura cinematográfica discurre por paisajes exóticos, coloristas y pintorescos. Dentro de este horizonte ilimitado, lleno de sugerencias simbólicas, el héroe puede medirse (valerosamente, claro) con lo extraordinario, lo peligroso e incluso con lo sobrenatural, cumpliendo así con las normas fijadas desde tiempos antiguos por la mitología y el folklore.
Los ingredientes del género
Este ciclo iniciático, que culmina en la apoteosis de nuestro paladín, ha sido traducido por el cine con rasgos muy estereotipados. Me refiero a ingredientes reiterativos, entre los cuales destacan la búsqueda del idilio romántico, el compromiso moral y el sentido de la justicia, necesariamente premiados a la hora del desenlace (un happy end, a ser posible).
El tiempo no pasa en balde, y los aventureros van cambiando con el transcurso de los años. Para las nuevas generaciones, como dice Peter Bogdanovich, el elemento que más envejece en una cinta es su reparto. “Ya les pueden ofrecer la mejor de las proyecciones posibles del Robin Hood original de 1922, el de Douglas Fairbanks y Allan Dwan; el público de los años noventa querrá ver a Kevin Costner en el papel protagonista, aunque Fairbanks fuera una vez el rey de Estados Unidos y la película un éxito fabuloso, con muchos más espectadores que el de la actualidad y una cobertura periodística no poco ruidosa” (El director es la estrella, T&B Editores, 2007, p. 40)
Dentro de ese marco de renovado y continuo interés, el héroe de la aventura cinematográfica ha ido variando su caracterización psicológica a lo largo de las décadas. Así, el delirio y la vanidad se han incorporado paulatinamente a sus intereses, antaño más ingenuos.
Por ejemplo: mientras los piratas del cine de los años cuarenta perseguían una utopía sin leyes ni prohibiciones, el tratamiento más reciente de estos personajes les proporciona sus buenas dosis de cinismo e incluso una ocasional crueldad que vienen a oscurecer el estereotipo.
Para qué negarlo: la posmodernidad añade una gota de ironía, de suerte que no faltan hoy los filmes que parodian –incluso con una acidez digna de mejor empeño– las viejas convenciones.
Las máscaras del héroe
Tal y como indican los códigos del género, el héroe se valora por contraste con su némesis, el villano, y si cumple la hazaña, recibe como premio algo tan deseable como la normalidad. Es decir, una vida dichosa y sin nuevos sobresaltos. En este punto, como dicen los viejos cuentos, la historia termina con un “…Y vivieron felices para siempre”.
Ya ven ustedes que, en el cine aventurero: el paladín aspira a una existencia ordenada, pacífica y familiar. Por contraste, el villano desea cumplir una fantasía de poder. En todo caso, se trata de ingredientes reiterados por el folletín y bien conocidos por el público al que pretende dirigirse este tipo de producciones.
Aunque la ficción épica respeta en el cine las peculiaridades del mito, una variada escenografía ha complicado el esclarecimiento del género. Así, el marco de la aventura fílmica acoge productos tan distintos entre sí como La patrulla perdida (1934), de John Ford, y Scott of the Antartic (1948), de Charles Frend, dos cintas que sólo tienen en común el desarrollo de una peripecia arriesgada.
Asumiendo un concepto tan nebuloso y desconcertante como éste de la aventura, George Lucas experimentó el mestizaje de géneros y convenciones en La guerra de las galaxias (1977), un producto de ciencia-ficción que –ahí es nada− incorpora ingredientes del cine bélico, la comedia, el cine de samurais, elwestern y el cine de capa y espada.
Para diseñar su película, Lucas entremezcló elementos argumentales muy heterogéneos y también significativos: las novelas La legión del espacio (1934),The Cometeers (1936) y One against the legion (1939), escritas todas ellas por Jack Williamson; y la película La fortaleza escondida (1958), filme de espadachines dirigido por el japonés Akira Kurosawa.
De paso, y para dar un sentido coherente a esta miscelánea, recurrió a un estudio del psicoanalista Joseph Campbell, El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito (1949), que le permitió elaborar toda una mitología, nutrida con muy diversos aportes.
Pese al progresivo descrédito del mito en la sociedad contemporánea, el director estadounidense reivindicó el papel del cine de aventuras como ilustración moderna de los primitivos esquemas mitológicos.
Pero, atención, para que la fórmula defendida por Lucas sea eficaz, el cine de aventuras ha de ambientarse en un ámbito de cierta irrealidad. Así, mientras El halcón del mar (1940), de Michael Curtiz, refleja una piratería estilizada de orientación caballeresca, la credibilidad realista de Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, provoca una deriva del género hacia otros derroteros, fascinantes sin duda, pero obviamente oscurecidos por la fatalidad de su creador.
Por razones que a nadie se le escapan –hablamos de épica, ¿o lo habían olvidado?−, el cine inspirado en los relatos bíblicos y en la antigüedad clásica también acabó finalmente convertido en aventura. Tal es la razón de ser de largometrajes como Sansón y Dalila (1949), de Cecil B. De Mille, Tierra de faraones (1955), de Howard Hawks, o Cleopatra (1963), de Joseph L. Mankiewicz. Por regla general, buena parte del llamado género histórico adoptó la misma fórmula, ensanchando aún más los límites de la aventura cinematográfica.
La piedra de toque de este tipo de hazañas se basa en tres pilares: el peligro compartido, la empresa de resultado incierto y la búsqueda de un elemento substancial
Por eso es posible relacionar (a través del mismo género) producciones como Tiburón (1975), de Steven Spielberg, En busca del fuego (1981), de Jean-Jacques Annaud, y El pacto de los lobos (2001), de Christophe Gans.
Por lo demás, una definición tan abierta nos permite incorporar al género de aventuras buena parte del cine bélico, el western y la ciencia-ficción. De ahí que resulte más satisfactorio establecer una tipología exclusivamente a partir de los argumentos, descartando los títulos que se aproximan con mejor resultado a otros géneros y subgéneros.
Dejémoslo claro: un elemento común a todo el cine de aventuras, y que resulta indisociable de las novelas por entregas, es la incertidumbre resuelta mediante golpes de efecto.
Esa cadencia que se establece entre las situaciones peligrosas y su resolución –el llamado cliffhanger– explica el ritmo necesario en el género, y de algún modo define su convención más característica.
Todo ello queda de manifiesto en producciones como El Conde de Montecristo (1934), de Rowland V. Lee, El retorno de los hermanos corsos (1953), de Ray Nazarro, y David y Catriona (1971), de Delbert Mann. 
Pero también me parece evidente en títulos atípicos, como El último gran héroe (1993), de John McTiernan, y O Brother! (1999), de Joel Coen, que juegan con la complicidad del espectador para reinventar esa alternancia entre lo tópico y lo imprevisto.
No resulta fácil idear un esquema que ponga en orden este cajón de sastre. Pero hay que atreverse a ello. Así, pues, comenzaremos por distinguir a los héroes y a los villanos del cine, enfrentándoles en un combate singular. De ahí en adelante, nos esperan fabulosos escenarios. Viviremos aventuras en la Arabia de las Mil y Una Noches y en el Extremo Oriente, lucharemos con los casacas rojas en la India y acompañaremos a veteranos exploradores en la jungla.
Compartiremos destino con viajeros, náufragos y navegantes. Nos dejaremos llevar por la inventiva del género histórico, que ha de conducirnos hasta la antigüedad clásica y la Edad Media.
Por último, sabremos qué hay que hacer para ser un buen mosquetero en sorprendentes peripecias de capa y espada. También descubriremos el secreto de poderosos hechiceros, y finalmente, como corresponde en una de piratas, seguiremos el mapa de algún tesoro olvidado.














































































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